Parece que me caen de bruces cuando, una y
otra vez, se ensañan felizmente a mi paso calle abajo. Y como el que no
quiere las cosas las dejo pasar, las recluyo en mi mente como un
incómodo escondrijo de tránsito, como damas solitarias envueltas en ese
paradójico acompañamiento de quienes van y vienen, vienen y van, y
vuelven.
Parece que se aproximan sigilosas a
decirnos algo así como «espera mucho más de mí, no te conformes con
rodearme como tantos y seguir de largo, descúbreme hasta la saciedad,
hasta el desequilibrio de todas mis confluencias, no reniegues por azar y
capricho de mi pose jorobada, o de mis días raptados por el bullicio, o
de esas noches medio tristes que para qué evocarlas».
¿Quién me lo iba a decir? Pues bien,
míreme ahora mismo aquí, en esta cronicada esquina de la plana,
intentando regalarle un panegírico —pregúntese usted si merecido— a ese
punto del plano de ciudad donde tantas historias se cortan, y otras
tantas yacen truncas de valor, o gotean nostalgia porque ya están
cortadas.
Estoy justamente en la coordenada que
añoraba. Bordeo con inquietud las siluetas expresivas de la tinta y el
papel, sin que me confunda ni me desaliente esta reñida proximidad al
margen, esta colindancia mía con la orilla más vivencial y presumida del
periódico, tendida siempre sobre una opinión. Desde este rincón
reservado de sábado, he querido erigir entonces mis elucubraciones, casi
casi al borde de la calle, buscando agudamente cómo encontrar el mejor
ángulo para mirar la vida esquina adentro.
Claro que las hay de todo tipo, inmensas y
estrechas; vacías y repletas; tristes y alegres; para llorar y reír,
reír y llorar al mismo tiempo; con ventas, reventas y posventas; con
ciertos vanidosos y mendicantes de la suerte que a fuerza de nada las
han hecho suyas; con esos filósofos de tiempo libre a los que les sobran
veredictos; con esos murmuradores de mañana, tarde y noche,
correveidiles y cronistas a su antojo de cuanto ocurre.
Una esquina, si así uno lo quiere, es
capaz de confiscarle el desánimo al caminante rectilíneo que a veces no
advierte las curvas, y que prolonga su rumbo por inercia, porque anhela
llegar rápido, como si no se llegara también doblando y parando,
siguiendo y volviendo otra vez, en dependencia de las luces con que nos
alertan los tantos semáforos y faroleros de esta vía por la que vamos.
En una esquina estampé mi primer beso
aquella tarde de hace ya bastante tiempo. Yo, entonces robador de un
«sí» adolescente e inesperado. Y en otra de esas atípicas convergencias,
con la emoción algo esquinada a bordo de una guagua, comencé a sentirme
por última vez impresionado.
¿Cómo decirlo antes de marcharme para que
se entienda? Es más que una entidad física, más que cuatro caminos y un
carro que cruza con torpeza. Una esquina es también recuerdo, historia y
compañía.
Una esquina, ¿una esquina?, ¡Cuidado, lector! Mejor sigamos por la acera.
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