miércoles, 9 de enero de 2013


Por: Gisselle Morales Rodríguez 
Si en tiempos del conquistador Francisco Pizarro las hordas peninsulares arrasaron el Imperio Inca, deslumbradas por la cantidad exorbitante de minerales preciosos en templos, palacios y edificios públicos, hoy en día los saqueadores de entonces hubieran preparado de nuevo los arcabuces ante el desfile de cadenas, anillos, aretes, pulsos y hasta dientes de oro que amenazan con perpetuar la moda de la frivolidad.

Por desgracia, no se trata de manifestaciones aisladas. Basta con sentarse en una esquina del parque Serafín Sánchez para aquilatar la magnitud de un fenómeno que, si bien existe desde que el mundo es mundo, adquiere nuevas connotaciones en una sociedad como la cubana, opuesta por principio a patrones consumistas que, sin embargo, ya asoman sus pespuntes grises.
Con muchos años de austeridad acumulada, el espirituano de a pie se resiste a validar tales derroches de ostentación: en pleno bulevar, una muchacha soporta el peso de siete cadenas de oro; con el zapato apoyado en la librería Julio Antonio Mella, un merolico de casi 40 años presume su enorme dije al más burdo estilo Don Omar; la dependienta de cierta caja contadora ya no tiene dedos donde poner más anillos…
“Lucecitas para escena”, diría el poeta. Y aunque algunos pretendan asociarla únicamente a la juventud, lo cierto es que la fiebre del oro se cuela entre las brechas del nivel cultural y del gusto estético, sin miramientos generacionales.
Vale aclararlo: no es esta una diatriba contra las prendas sencillas, discretamente llevadas. Lo que realmente asusta es la rimbombancia desmedida, la avidez de algunos por demostrar que valen tanto como los enchapes que casi les tumban el cuello.
A semejante fauna, que ronda con frecuencia shoppings y centros nocturnos por divisa, nos hemos acostumbrado con la naturalidad de quien se resigna ante lo irreversible. Están ahí, validando con buena dosis de sorna la condición de “nuevos ricos” que otros prefieren ignorar.
Por ello, frente a una tendencia en ascenso, proliferan las quincallas al punto de que, según algunos exagerados, la cabecera provincial se ha convertido en la ciudad con más joyeros por kilómetro cuadrado. La curiosa cifra de tres en una misma cuadra no ilustra sus escasas luces en estrategias de mercadeo, sino la bonanza de un servicio que les permite repartirse los clientes sin que mengüen los ingresos.
Después de todo, quienes aún se dejan encandilar con el brillo de las joyas, pese a décadas de formación humanista, no difieren tanto de aquellos colonizadores ibéricos que forzaron al inca Atahualpa a llenar una habitación de riquezas a cambio de su libertad; o de los buscadores de tesoros que, hasta bien entrado el Siglo XIX, exploraron cada palmo de América tras el mito de El Dorado.
Quizás el de hoy sea un delirio demasiado pragmático, no tan inspirado en el valor simbólico de la máscara mortuoria de Tutankamen como en los 100 000 dólares que el reguetonero Daddy Yankee ha invertido en alhajas.
De modo que, para desterrar el vicio de la banalidad y el mal gusto, se impone analizar sin tapujos las manifestaciones consumistas que retoñan por estos días y que hubiesen dado la razón a Píndaro, el poeta griego que en el Siglo V a.n.e. describió el oro como “hijo de Zeus, al que no devoran ni la polilla, ni la herrumbre, pero cuya suprema posesión devora la mente del hombre”.
Y ahí radica el mayor reto, en disfrutar de sus innegables cualidades decorativas sin sucumbir bajo el peso desvirtuador de sus espejismos.

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