Dice él que nos besamos por primera vez bajo el
naranjo. Era diciembre y el hambre te calaba los huesos más que el frío,
por eso habíamos ido hasta el río a buscar naranja agria. El refresco
no era mi favorito, pero sabía mejor que el agua con azúcar, así es que
tomamos un palo y nos fuimos a jugar a la piñata con aquellas naranjas
altas que se negaban a caer.
Él llegó casi corriendo, como quien busca
desesperadamente algo que se le ha perdido y necesita con urgencia, y
fue quizás por eso, por el tiempo que llevábamos sin vernos, que cuando
nos fuimos a saludar nuestros labios se rozaron por accidente.
Pero de ningún modo aquello había sido un beso. Los
dos nos turbamos un poco, nos reímos, dijimos un par de tonterías sobre
nuestros campamentos de escuela al campo y después él se subió a la mata
y bajó muchas naranjas. Preparamos algo a medio camino entre una
limonada y un jugo y lo bebimos aderezado con miradas que a mí me
llenaron de esperanzas y a él lo llenaron de inquietud.
Eso me confesó la tarde en que muy serio, tanto que
parecía un hombre y no un muchacho de 15 años, me dijo que me quería, la
tarde en que por fin me pidió que fuera su novia y yo lo besé por
primera vez, porque, por más que insistiera, aquel roce inesperado no
había sido un beso.
Lo besé al principio con vergüenza. Yo había sido su
confidente durante mucho tiempo y bien sabía de sus muchas novias, hasta
había tenido que consolar a más de una cuando finalmente se cansaba de
ellas y las echaba a un lado, no porque fuera malo, sino porque se
aburría. Yo era la única constante en su vida y lo mismo pasábamos horas
leyendo en silencio, que descubriendo nuevos sitios en bicicleta o
hablando hasta el infinito de nuestros sueños. Sin embargo, yo no sabía
besar, nunca lo había hecho, y por eso sentí vergüenza, sentí miedo de
que se fuera aún más rápido que con las otras.
Dice él que nos besamos por primera vez bajo el
naranjo, pero fue en la sala de mi casa y era marzo. El corazón casi me
estalla en el pecho cuando le di el sí y él se fue acercando suave, como
si fuera a espantarme si hacía un movimiento brusco. Yo lo besé torpe y
luego cada vez más libre, cada vez con más de aquellas ganas acumuladas
durante tanto tiempo, llena de su olor que se parecía al de las flores
del naranjo.
Después, besarlo era lo mejor y bajo su abrazo yo era
la mujer más hermosa del mundo, aunque seguía siendo más flaca de la
cuenta. Después, todo seguía siendo igual, éramos los mejores amigos,
aunque no sé por qué todo era también distinto y por alguna razón
confuso y triste.
Tal vez fueron los otros, envidiosos de las flores
que cortaba y perfumaba para mí cada tarde; incómodos de vernos siempre
juntos, risueños. Los otros que inventaron chismes para que mi madre se
opusiera a nuestros encuentros, que nos inocularon el miedo y la duda
para que vinieran los disgustos sin sentido y las pruebas de fuerza a
ver quién podía estar más tiempo lejos. Los otros que alimentaron
nuestra inexperiencia e hicieron que olvidáramos que él había sido mi
sostén cuando mis amigos me dieron la espalda y yo el suyo cuando la
violencia de había colado en su casa.
Solo pudieron ser ellos, porque nosotros nos
amábamos, nosotros nos amamos desde la primera vez que nos vimos en la
escuela, nosotros estábamos destinados a amarnos siempre. Esa verdad fue
la que nos hizo temblar bajo el naranjo o estremecernos el día en que,
tras varios años de ir y venir, de jugar a querer a otros, me miró
serio, como si fuera un hombre y no un muchacho de 18, y me dijo que
nunca más me besaría. Entonces me abrazó fuerte, me tumbó en el suelo de
su cuarto y me besó intenso, porque era el último, y prometió que se
casaría conmigo cuando cumpliera 25.
Y le creí, porque si de algo he tenido certeza es de
que, cuando nacimos, estábamos marcados. Los demás no entienden eso.
Nunca lo entendieron, aunque sigan trayéndome noticias de él o después
de 17 años sigan comentando la hermosa pareja que fuimos. Los demás ni
siquiera saben de la promesa o que vino a pedirme perdón por
incumplirla, apenas dos días antes de estrenar traje y boda.
Los otros tampoco sospechan que marzo nos revuelve la
sangre, que aguijonean las ganas de vernos para darnos un abrazo y
felicitarnos por un año más, aunque ya no volvamos a discutir si fue
bajo el naranjo que nos besamos por primera vez o fue en la sala de mi
casa. Ya hemos aprendido a vivir con esa duda. Y también con la otra, la
de no saber por qué uno hace su vida con alguien más, cuando sabe
exactamente donde está la persona marcada para ti.
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