miércoles, 6 de marzo de 2013

Ana (óleo de una mujer desnuda y con violín)


Autor: Erian Peña Pupo 
Estudiante de segundo año de periodismo.
Universidad de Holguín



Un día le propuse a Ana hacerlo mientas ella tocaba el violín. El violín me dejaba cierto arrebato tierno y melancólico. Arrebato solo comparado con el que me produce en ciertos momentos delirantes el jazz o el soul.
Ana estudiaba entonces segundo año en el conservatorio. Siempre he sido un adicto desmedido a las estudiantes de música. No sé por qué.  Quizá por jóvenes y bellas, quizá sencillamente por eso, por estudiantes de música. 

Me encantaba quitarle despacio la blusa y la falda marrón del conservatorio. Y agarrar sus muslos desnudos, suaves pero siempre firmes y tiernos.
Cada movimiento de su cuerpo parecía una nota musical. Una sinfonía. Delicada o con desenfreno. Controlada o siguiendo la improvisación de los instintos.
Ana  bajaba y se perdía. Luego subía in crecendo al compás de otras notas, hasta caer en una desbordada locura rítmica.
Pero yo necesitaba más música que la que su cuerpo me ofrecía.   
Días atrás había visto en el lobby de un teatro una exposición de fotografías. Imágenes entre lo erótico y la metáfora. Fotos que mezclaban cuerpos desnudos con instrumentos musicales. La piel y la madera pulida. El sudor y la cuerda. El deseo y el metal de un saxo. 
Desde entonces no pensaba otra cosa que hacerlo de esa manera. Se lo dije una tarde al vestirme. Porque Ana y yo nos veíamos por las tardes, después de sus clases de música. Aquella vez habíamos perdido en la cama el fuego caprichoso de otras tardes. Había sido compromiso, rutina. Y no era por ella, sino por la  obstinada idea que me perseguía. 
Mañana, me dijo, traeré el violín y unas partituras de Bach. 
Mejor improvisas, deja a Bach para el conservatorio y las clases de música. Le dije cortante y decidido a no cambiar de opinión hasta verla en la cama tocando encima de mí. La próxima vez será con violín, o sencillamente, no habrá otra vez. Ambos sabíamos que así sería. Y no hubo más palabras hasta la otra tarde.
Y tocó, prendida a mí, con tanta fuerza que no supe si fue Ana o el sonido del violín lo que se perdió en el aire y en mi cuerpo.
Tocó hasta perder cada nota. Y nunca más, nunca más, Ana se deshizo en notas sobre mi cama. Yo tampoco fui capaz de pedírselo otra vez.  Ni a ella, ni a ninguna otra estudiante de música.                                     
                                                      
  

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