Autor:
Erian Peña Pupo
Estudiante de segundo año de periodismo.
Universidad
de Holguín
Un día le propuse a Ana hacerlo
mientas ella tocaba el violín. El violín me dejaba cierto arrebato tierno y
melancólico. Arrebato solo comparado con el que me produce en ciertos momentos
delirantes el jazz o el soul.
Ana estudiaba entonces
segundo año en el conservatorio. Siempre he sido un adicto desmedido a las
estudiantes de música. No sé por qué.
Quizá por jóvenes y bellas, quizá sencillamente por eso, por estudiantes
de música.
Me encantaba quitarle despacio
la blusa y la falda marrón del conservatorio. Y agarrar sus muslos desnudos,
suaves pero siempre firmes y tiernos.
Cada movimiento de su cuerpo
parecía una nota musical. Una sinfonía. Delicada o con desenfreno. Controlada o
siguiendo la improvisación de los instintos.
Ana bajaba y se perdía. Luego subía in crecendo
al compás de otras notas, hasta caer en una desbordada locura rítmica.
Pero yo necesitaba más
música que la que su cuerpo me ofrecía.
Días atrás había visto en el
lobby de un teatro una exposición de fotografías. Imágenes entre lo erótico y
la metáfora. Fotos que mezclaban cuerpos desnudos con instrumentos musicales. La
piel y la madera pulida. El sudor y la cuerda. El deseo y el metal de un
saxo.
Desde entonces no pensaba
otra cosa que hacerlo de esa manera. Se lo dije una tarde al vestirme. Porque Ana
y yo nos veíamos por las tardes, después de sus clases de música. Aquella vez
habíamos perdido en la cama el fuego caprichoso de otras tardes. Había sido
compromiso, rutina. Y no era por ella, sino por la obstinada idea que me perseguía.
Mañana, me dijo, traeré el
violín y unas partituras de Bach.
Mejor improvisas, deja a Bach
para el conservatorio y las clases de música. Le dije cortante y decidido a no
cambiar de opinión hasta verla en la cama tocando encima de mí. La próxima vez
será con violín, o sencillamente, no habrá otra vez. Ambos sabíamos que así sería.
Y no hubo más palabras hasta la otra tarde.
Y tocó, prendida a mí, con
tanta fuerza que no supe si fue Ana o el sonido del violín lo que se perdió en
el aire y en mi cuerpo.
Tocó hasta perder cada nota.
Y nunca más, nunca más, Ana se deshizo en notas sobre mi cama. Yo tampoco fui
capaz de pedírselo otra vez. Ni a ella,
ni a ninguna otra estudiante de música.
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