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martes, 29 de enero de 2013
Por Luis Ernesto Ruiz Martínez. Javier
Se levantó temprano, demasiado temprano para su gusto, con la intención de prepararse y salir a un trabajo que no le “alcanza” para resolver sus problemas económicos pero le “sirve” para que le quiten los ojos de encima. Fue al refrigerador y no encontró leche. Sus labios profirieron toda serie de ofensas contra el país en el que le tocó nacer, pero en baja voz pues los vecinos “la tienen cogida con él”.
A duras penas logró terminar de vestir a Jorgito y salieron juntos a “luchar” un transporte para dejar “al chama”, como acostumbra a nombrar a su hijo, y apurarse para llegar antes que el jefe. Otra vez las críticas. Está así “por culpa del gobierno” que no se ocupa del pueblo y que lo ha dejado abandonado en medio del desierto. Él merece tener al menos un carro que lo lleve cómodo al trabajo como a su administrador, que nada hace, pero lo disfruta. Cuando tiene la oportunidad lo dice, pero nadie le hace caso.
Finalmente deja al hijo y llega a su empresa. Comienza su jornada dispuesto a “hacer como que trabaja”, total: “esta gente hace como que me paga” y para colmo me echan en cara “los beneficios de la Revolución”. A él sí nadie le puede hacer cuentos porque lo poco que tiene ha sido “bien luchado” en la calle. “No le debo nada a esta gente”, dice orgulloso sin esconder sus rencores.
A media mañana lo llaman al trabajo. El jefe le informa de una llamada del círculo del niño en la que confirman que se ha desmayado y necesitan que él vaya URGENTE, pues lo trasladaron al hospital. El “indolente” le propone que salga de inmediato y que le diga al chofer que lo lleve y no se mueva de allí hasta saber qué pasó con Jorgito. Apenas 15 minutos y estaba en el hospital hablando con los médicos.
En el cuerpo de guardia del pediátrico observa varios pacientes esperando. Faltan algunas luces en los pasillos, las camillas no abundan, las paredes piden pintura a gritos y algunos se quejan por la demora en la atención. Javier se acordó de las ofensas de la mañana pero calla, su preocupación ahora es Jorgito.
Al llegar a la consulta en que atienden a su hijo varios especialistas conversan con el pequeño buscando las causas del desmayo. Javier reclama, exige. Los médicos y enfermeras atienden con esmero al pequeño. Le indican análisis diversos y hasta consideran necesario realizar pruebas de mayor rigurosidad. Jorgito, lloroso, mira al papá con inocencia infantil. Los especialistas no piden condiciones, ni preguntan por la afiliación política del padre. Nadie habla de cheques o pagos por los servicios. Está en juego la vida de un niño.
La complicada infección que ha contraído Jorgito demanda de antibióticos de última generación. El hospital en ese momento no los tiene, pero Javier ni se entera. Enseguida se activa el sistema para localizarlo “donde esté”. Como pasa casi a diario en Cuba, el “gobierno” se encargará de traerlo “cueste lo que cueste”.
Varios días, litros de gasolina y miles de dólares después, Jorgito sonríe y juega con su padre en la sala de su casa. Javier vuelve al refrigerador. Tampoco encuentra leche. Mira disgustado cada rincón, abre la billetera para tomar los únicos diez pesos que le quedan y toma al niño de la mano. Al bajar las escaleras toca la puerta de su vecino de los bajos y le pide dos helados caseros. Jorgito levanta la cabeza y su mirada pícara le arrebata una sonrisa a su padre cuando le dice satisfecho: GRACIAS, PAPI.
Javier no comprende realmente la causa de la alegría de Jorgito. Está convencido que la repentina enfermedad pudo haberle arrebatado a su pequeño días atrás, pero por suerte ya todo pasó. Lo asume como una segunda oportunidad. Quizás no sea necesario salir a diario a buscar un culpable. A fin de cuentas, Jorgito sigue vivo “por culpa del gobierno”.
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