Por: Jorge Luis Salas Hernández
Borracho como una cuba se sentó a mi lado en la
máquina. Fue este 31 de diciembre y aquel hombre, blandiendo un “rifle” en su
mano, dio rienda suelta a su lengua para discursar incluso en contra de todos
los pasajeros del vehículo americano: el chofer y una pareja delante; detrás un
deportista, una abuela con sus dos nietos, el borracho y yo. Los 20 kilómetros
que separan a San Luis de Pinar del Río me parecieron demasiados para aguantar
el altoparlante del ebrio. No soporto la bebida, mucho menos a los borrachos.
Dirigí mi mirada hacia el paisaje mil veces visto, y mis pensamientos hacia el
objetivo que me conducía a Pinar del Río; el borracho, por su parte, dirigió
sus palabras a todos.
En los primeros dos kilómetros nos enteramos de su
apellido, edad, procedencia, ocupación pasada y actual; diez minutos después el
monólogo transitaba por la devoción del autor a San Lázaro y las velas que mensualmente
le entrega en cumplimiento de una antigua promesa; luego le solicitó al chofer
que cambiara el reguetón por algo romántico…a ratos me miraba pero yo me
mantenía absorto en el paisaje y en mis pensamientos; dos miradas por
compromiso le lancé mientras pensaba cuándo terminaría aquel viaje… a mitad de
camino el borracho alegó que ni borracho él robaría o se fajaría con alguien,
que la única vez que había estado preso fue porque le había entrado a golpes a
su mujer y que durante el juicio le pidió al juez que subiera la condena porque
“él no la había parido, ¡cómo la iba a golpear!”; luego gritó que todos los
hombres somos unos “cabrones” y arrancó la primera sonrisa colectiva dentro de
la máquina…debo admitir que yo solo torcí mis labios, nada bueno esperaba de
aquel hombre, por tanto no había motivos para reírle chiste alguno.
A la altura de las 5 de la tarde entramos a Pinar
del Río. 31 de diciembre. Entonces el hombre borracho me sorprendió. Miró a la
abuela y le preguntó hacia dónde se dirigía con aquellos dos niños pequeños y
medio dormidos. Ella le respondió que hacia un barrio de la periferia de la
ciudad, y fue entonces cuando en un acto de plena lucidez sentimental el hombre
le pidió al chofer que por un dólar llevara a aquella señora hasta su casa. Él
se lo pagaría. Por primera vez lo miré atentamente y le sonreí. La abuela se
negó en un principio pero él insistió diciéndole que en aquellas horas de la
tarde de ese día le sería difícil llegar a casa temprano y tranquila. Aquel
hombre que hasta unos minutos antes era solo un borracho parlanchín, se nos
develó a todos en un acto de mucha sensibilidad que ninguno de los tripulantes
de aquel vehículo asumimos. A veces la bondad llega desde lugares
insospechados. Su bondad se extendió hasta mí, pues casualmente me dirigía
hacia el lugar para el que iba la señora y en cuanto el hombre se enteró me
dijo “pues tú también te vas con nosotros, compadre”. Al bajarme de la máquina
le estreché la mano y le di las gracias. Ojalá lo pueda ver en el nuevo año
para, cuando esté sobrio, agradecerle nuevamente el gesto que tuvo con la
señora y conmigo.
Siendo testigo y beneficiario de un acto hermoso
como ese cerré el año viejo. El nuevo me recibiría con otro acto similar.
Alrededor de las cinco de la madrugada del 1ro de
enero llegué hasta un policlínico de la capital pinareña con mi novia y su tía.
Un dolor de estómago maltrataba a esta última. El médico, un residente
extranjero, nos recibió. Al menos estaba despierto. Una señora conversaba con
él. Casi tuvimos que levantarla del puesto para sentar a la doliente cuando el
médico nos indicó que lo hiciéramos. La inoportuna permaneció allí, muy cerca
de todos; tenía alrededor de 70 años. No paró de hablar. Nuestra tía le
solicitó silencio en algún momento pero ella hizo caso omiso. El médico tomó
los datos pertinentes e hizo un examen físico del estómago. Al concluir alegó
que no había nada en el policlínico para ayudar a la enferma excepto dos
dipironas intramusculares. Recomendó que nos dirigiéramos hasta el Hospital
Provincial, pero a aquellas horas de la madrugada y sin ambulancia disponible eso
era imposible. Así, sin muchas esperanzas, la enfermera inyectó a nuestra tía y
decidimos sentarnos a esperar un rato. La señora insistió en acompañarnos. Su
figura estaba gastada, su vestuario era humilde, pero había limpieza en toda
ella. No paraba de hablar. En algunos momentos ya sus palabras eran impertinentes,
en cambio su bondad vendría a sonarnos una galleta sin manos en pleno rostro. En
un momento del casi monólogo alegó que tenía problemas de los nervios y que a
cada rato salía de noche para conversar, que conversar le provocaba alivio. En
ese momento los tres la miramos con otros ojos. Ella entonces metió la mano en
la cartera que llevaba y sacó un frasco con medicamentos para ofrecer a nuestra
tía: “son cimetidinas” – le dijo – “tómese una y Ud. verá que se alivia”; y
luego extrajo otro frasco con unas gotas de metoclopramida: “llévenselo, yo
tengo más en la casa, eso también la va a mejorar”. Rechazamos la oferta por
pena; pero ella, desde su bondad, exigió con dulzura que lo tomáramos; y acto
seguido se nombró: “yo soy Fe, y vivo al frente del Estadio. Vayan por allá
cuando quieran”.
Las gotas de Fe fueron el alivio que la tía no
encontró en el policlínico. La bondad de la impertinente desconocida resultó
salvadora. Y es que esa bondad, la de los desconocidos, es la mejor de todas,
la más genuina. El nuevo año me puso nuevamente como testigo de un acto de
desprendimiento proveniente de quien menos lo esperaba. Hacer el bien siempre
debe ser un ejercicio, porque el bien puede venir de cualquier parte o de
cualquier persona, incluso de aquellas que, en un principio y por razones
justificadas o no, rechazamos.
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