viernes, 15 de noviembre de 2013

Los rumbos de una cebra




Autor del comentario Emanuel Gil Milián. Fotos cortesía del grupo Rumbos.
Proyectada como una detracción a nuestros actos más cotidianos; los cuales marcados por la doble moral, los fingimientos y las autosugestiones colectivas e individuales, contradicen impulsos internos veraces para responder a presiones de credo o contextuales, La Cebra, un texto firmado por Salvador Lemis, es la nueva propuesta dramática que, después y moviéndose sobre las mismas coordenadas conceptuales de Chamaco de Abel Gonzáles Melo, el grupo Rumbos, en octubre de 2013,  se aventura a presentar bajo la dirección de Jorge Luís Lugo, en la Sala la Barraca.

Este espectáculo, uno de los más logrados frutos del reconocido elenco pinareño, salvo en la organización de algunas escenas que se anudan en función de lograr su cohesión y progresión, permanece fiel a la escritura textual antiaristotélica de la que parte. Asume de esta, incluso, a costo de grandes riesgos, su estructura cíclica; que comenzando por la escena final en forma de retrospectiva, se despliega en suerte de cuadros cinematográficos mediante los que la dirección, desde una lúcida dosificación la  información, va recreando los sucesos que exponen la existencia de Mino: un joven universitario que estudia Artes Plásticas, trafica obras de artes y busca, como única máxima para mejorar, trascender la geografía del país.
Una pantalla translúcida es la cimiente que descubre, a modo de sombras chinescas,  las láminas con imágenes que, combinadas con elementos reales en el tablado( un banco, un sofá, una lavadora, una mesita con un fogón eléctrico) y el espacio gestual que crean los actores, tanto con su presencia física como con su silueta detrás de la diáfano telón donde proyecta su sombra, enmarcan y dimensionan la acción en disímiles espacios: la catedral de La Habana, una funeraria, una sala  de una casa, un hospital, el puerto aéreo, zonas perfectas que mutan su complexión inofensiva para tornarse en cinturones letales donde Mino, Uma, Mono, Hemingway, Van Goh ,el Padre, la madre, la vecina, los oficiales de seguridad, coexisten, se exponen, muestran la esencia torcida que son, la forma como sobreviven y se salvan de una realidad difícil en la cual adelantar, aunque sea de una inconciente forma malsana, se les hace un gravamen indispensable para su subsistencia. Una de las escenas más bellas y de rebosante lirismo, en la que sin mutilaciones se muestra la intensidad de las pasiones entre dos sujetos de igual sexo, es cuando, tal y como en Titanic Jack pinta a Rose,  Mino pinta a Mono, a quien un endeble pero áspero rayo descubre, por sobre lo físico, su desnudez espiritual; su vulnerabilidad como sujeto deformado por asperezas circundantes que han erosionado sus principios éticos elementales. Por feo estoy pasando el Niágara en bicicleta. No puedo ligar turistas extranjeros ¿Crees que pueda ser jinetero algún día? No se fijan en mí. No se fijan. Viran la cara, dice Mono. Una misma deformación congénita que lleva a Uma a estar contagiada con hepatitis C, cortarse las venas y morir.
(...) Aquí ya no se produce nada apunta el antihéroe del Rumbos y hecho de que la Madre moje el pincel en su lengua para pintar unas feas flores de papel, después, habiendo un banco a un costado de la escena, se sienta en el suelo con Mino, para comer un huevo frito sin sal y que el padre tire el pedazo de pan que degusta cuando se convence de la cantidad de carne que puede dar la extinta cebra, todo ello conlleva a entender la escasez, las limitaciones que padecen, y hacen que duden, cada una de las criaturas escénicas, su afinidad con un mismo cielo.
 Estoy harta,(...) ¿Quien soy?, dice la Madre exprofesora universitaria. Estoy acostumbrado a hacerlo todo por obligación dice el Padre! Que curioso! A mi también me pasa lo mismo, se le escapa Oficial de puerto aéreo. Es por el rito indica el funerario, (...) Uhhh, de verdad que estás salao le dice la cebra a Mino.  Existe una extraña y perversa sincronía entre todos que, en la escena en que Mino conversa con la cebra; en la cual, los actores de menor a mayor corporeizan el cuerpo del animal y dirigidos por un coreuta ofrecen sus repuestas al protagonista, al unísono en forma de cantos y en prosa, los hace como individuos diseñados en mismo molde de rigidez, desasosegados, programados y los que rebasan esa medida se ven entre estos obligados a fingir, a traficar ilegalmente obras de arte, a buscar vínculos sexuales, como negocio, con otros seres de otras tierras y ganarse la vida través de la búsqueda (en la pantalla presentan  imágenes de sombra en la que sujetos en medio del desfile del primero de Mayo cambian sus banderitas por carteles con anuncios de venta de disímiles productos) y eso, en cierta medida describe sus propias formas de automutilación, de trascendencia, de confusión entre no saber la diferencia, como dice el padre, entre estar vivos o muertos. Esto se demuestra cuando al final de la puesta, mientras cae la nieve, símbolo de sus utopías, la  sobra de los actores detrás de la pantalla cae y se hunde en el suelo hasta dejar la cabeza afuera. Están enterrados hasta el cuello, sin salvación y ello acentúa el carácter absurdo de esta obra y además convoca a pensar acerca de la pureza, y del cómo vivimos, en el mundo de hoy. El constante contraste entre luces (contraluces y cenitales) y sombras y la banda sonora son una combinación perfecta que acentúa la opacidad de intrínseca en los personajes espectrum y situaciones que entre estos se producen. 

Ariel  A. Allué alcanza por ratos, hondura y ligereza el ser complejo como es Mino. Dosifica y lanza por doquier toda la superficialidad, el sarcasmo y la ironía que alberga este personaje gay, que asume sin clichés en contraste con las interpretaciones de Mono hacen sus compañeros de escena: Arley  González e Ismael del Valle. Como una síntesis corpórea del discurso de la puesta, la Madre de Sandra Pérez, y no sucede así con su compañera de rol: Bárbara Isabela Blanco, es una pulcra construcción cargada de una energía negativa que, maneja racionalmente, y en detalles como sus improntus musicales en ruso y su monólogo, demuestra la profundidad de su labor actoral. Yasey Muñoz como  Van Gogh y la Momia, gana mayores brios en el segundo personaje, a diferencia de Pedro Javier Valdés también en este rol.Osvaldo: R .Pampillo como el padre y Adel Cardoso en el funerario, oficial de puesto aéreo, ambos fueron una muestra  de insondable adeudo interno .en sus respectivas caracterizaciones.  
Tan viva como el cuadrúpedo africano, La Cebra, del Rumbos con todas sus listas negras y blancas, ha alcanzado el vuelo de poder dialogar y confrontar consigo mismo, dichosamente y sin miramientos, al público pinareño.  El mérito de su lance, por sobre las grietas de su candidez concesional, reconoce su llegada a nuevas praderas de encuentros con su verdad, con la de todos. Menos mal que aún queda fuente donde mirarse. Menos mal que tenemos una Cebra para marchar.


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