Yo tuve una amiga en el inicio de la adolescencia, de las que se
cuidan como si fuera el sol entibiándonos las manos. Estudiábamos
juntas en la beca, compartíamos el mismo closet; a veces el sueño nos
sorprendía en la misma cama porque el tiempo nunca no nos alcanzaba
para contarnos el día visto por la mirada de cada una. Aunque vivíamos
en el mismo pequeño pueblo no fue hasta esta edad luminosa y difícil
que “nos vimos” y nos escogimos para crecer juntas.
Las dos fuimos comprendiendo casi al unísono que los libros iban a
ser esa puerta por la que íbamos a darle la bienvenida a muchos de los
mejores momentos de nuestras vidas. Las dos éramos hijas únicas.
Vivíamos solo a dos cuadras la una de la otra. Éramos parecidas aunque
no iguales. Su nombre comienza con la primera letra del abecedario y el
mío con una de las casi últimas. Si algo lograba distinguirnos -según
los ojos que estaban fuera del mágico círculo en el que nos movíamos- es
que ella era blanca y yo negra, pero a esa edad y en este país, esos no
eran detalles importantes para dos niñas que estaban encantadas de la
magia de haberse encontrado.
Pero la gente grande a veces se olvida de las cosas esenciales y se
tuerce de una manera inexplicable. En su casa siempre me daba la
sensación de que tenía que caminar de puntillas para no molestar. Luego
fueron apareciendo las prohibiciones, las trabas para que no
nos encontráramos más. Una escapada en bicicleta fuera del pueblo y sin
permiso fue el pretexto que su madre esgrimió para convencerla con
éxito de que mi compañía no era buena. Y un día de los más tristes que
recuerdo, dejó de hablarme.
Antes de que todo se volviera demasiado incomprensible nos habíamos intercambiado dos libros. Yo le había prestado Cartas de Martí a María Mantilla
y ella me había dado el libro que recogía las cartas que Ethel y
Julius Rosenberg se enviaron antes de morir en la silla eléctrica en los
Estados Unidos. Y así cada una se quedó con el libro de la otra, con
historias cuya fortaleza habría de poner cierta consistencia en las de
nosotras.
Pasaron los años y nunca nuestros caminos han vuelto a coincidir.
Sin percatarme, con el tiempo, me fui acostumbrando a preguntar por
ella cada vez que regreso al pueblo. Una necesidad inexplicable me hace
querer saber de la vida que ha tejido. Todavía no sé si alguien da
noticias de mí también. Pero gracias a esos informes imprecisos y
esporádicos he sabido que ya tiene una hija. La noticia me alegró y
también volvió a dolerme la distancia entre nosotras, la obediencia con
la que aceptamos el final impuesto a nuestra amistad, la suma de las
cosas que no hemos podido compartir, entre ellas, su embarazo y los
poemas que le arrebato a la vida de vez en cuando, otro tipo de parto,
angustioso y feliz, si se quiere.
Si algo todavía me alienta es que un día cualquiera, sin previo
aviso, la tropiezo en las calles de mi pueblo o me lleno del valor que
se necesita para llevar sujetos a los amigos en el corazón y la
sorprendo en su puerta con un ¿cómo estás?. Pero lo más importante de
todo, si ese encuentro nunca llega a suceder, es que tiene un libro
hermoso que fue mío, un libro que todas las madres debieran leerles a
sus hijas. Todavía no sé el nombre de su pequeña, pero me gusta
imaginarlas en un momento cualquiera de la vida que tendrán juntas
leyendo esta frase que Martí le escribiera a María Mantilla poco días
antes de partir a la guerra y entregarse por uno de los propósitos más
altos de su vida, la libertad de Cuba: (…) Quien tiene mucho
adentro, necesita poco afuera. Quien lleva mucho afuera, tiene poco
adentro, y quiere disimular lo poco. Quien siente su belleza, la belleza
interior, no busca afuera belleza prestada: se sabe hermosa, y la
belleza echa luz. Las imagino así, mirándose a los ojos y reconociendo su vida en estas palabras.
Y también quiero que un día de este siglo que se perfila azaroso
nuestras hijas salven el tiempo ido y puedan ir de la mano como buenas
amigas.
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