viernes, 22 de marzo de 2013

Naranja agria

Dice él que nos besamos por primera vez bajo el naranjo. Era diciembre y el hambre te calaba los huesos más que el frío, por eso habíamos ido hasta el río a buscar naranja agria. El refresco no era mi favorito, pero sabía mejor que el agua con azúcar, así es que tomamos un palo y nos fuimos a jugar a la piñata con aquellas naranjas altas que se negaban a caer.
Él llegó casi corriendo, como quien busca desesperadamente algo que se le ha perdido y necesita con urgencia, y fue quizás por eso, por el tiempo que llevábamos sin vernos, que cuando nos fuimos a saludar nuestros labios se rozaron por accidente.

Pero de ningún modo aquello había sido un beso. Los dos nos turbamos un poco, nos reímos, dijimos un par de tonterías sobre nuestros campamentos de escuela al campo y después él se subió a la mata y bajó muchas naranjas. Preparamos algo a medio camino entre una limonada y un jugo y lo bebimos aderezado con miradas que a mí me llenaron de esperanzas y a él lo llenaron de inquietud.
Eso me confesó la tarde en que muy serio, tanto que parecía un hombre y no un muchacho de 15 años, me dijo que me quería, la tarde en que por fin me pidió que fuera su novia y yo lo besé por primera vez, porque, por más que insistiera, aquel roce inesperado no había sido un beso.
Lo besé al principio con vergüenza. Yo había sido su confidente durante mucho tiempo y bien sabía de sus muchas novias, hasta había tenido que consolar a más de una cuando finalmente se cansaba de ellas y las echaba a un lado, no porque fuera malo, sino porque se aburría. Yo era la única constante en su vida y lo mismo pasábamos horas leyendo en silencio, que descubriendo nuevos sitios en bicicleta o hablando hasta el infinito de nuestros sueños. Sin embargo, yo no sabía besar, nunca lo había hecho, y por eso sentí vergüenza, sentí miedo de que se fuera aún más rápido que con las otras.
Dice él que nos besamos por primera vez bajo el naranjo, pero fue en la sala de mi casa y era marzo. El corazón casi me estalla en el pecho cuando le di el sí y él se fue acercando suave, como si fuera a espantarme si hacía un movimiento brusco. Yo lo besé torpe y luego cada vez más libre, cada vez con más de aquellas ganas acumuladas durante tanto tiempo, llena de su olor que se parecía al de las flores del naranjo.
Después, besarlo era lo mejor y bajo su abrazo yo era la mujer más hermosa del mundo, aunque seguía siendo más flaca de la cuenta. Después, todo seguía siendo igual, éramos los mejores amigos, aunque no sé por qué todo era también distinto y por alguna razón confuso y triste.
Tal vez fueron los otros, envidiosos de las flores que cortaba y perfumaba  para mí cada tarde; incómodos de vernos siempre juntos, risueños. Los otros que inventaron chismes para que mi madre se opusiera a nuestros encuentros, que nos inocularon el miedo y la duda para que vinieran los disgustos sin sentido y las pruebas de fuerza a ver quién podía estar más tiempo lejos. Los otros que alimentaron nuestra inexperiencia e hicieron que olvidáramos que él había sido mi sostén cuando mis amigos me dieron la espalda y yo el suyo cuando la violencia de había colado en su casa.
Solo pudieron ser ellos, porque nosotros nos amábamos, nosotros nos amamos desde la primera vez que nos vimos en la escuela, nosotros estábamos destinados a amarnos siempre. Esa verdad fue la que nos hizo temblar bajo el naranjo o estremecernos el día en que, tras varios años de ir y venir, de jugar a querer a otros, me miró serio, como si fuera un hombre y no un muchacho de 18, y me dijo que nunca más me besaría. Entonces me abrazó fuerte, me tumbó en el suelo de su cuarto y me besó intenso, porque era el último, y prometió que se casaría conmigo cuando cumpliera 25.
Y le creí, porque si de algo he tenido certeza es de que, cuando nacimos, estábamos marcados. Los demás no entienden eso. Nunca lo entendieron, aunque sigan trayéndome noticias de él o después de 17 años sigan comentando la hermosa pareja que fuimos. Los demás ni siquiera saben de la promesa o que vino a pedirme perdón por incumplirla, apenas dos días antes de estrenar traje y boda.
Los otros tampoco sospechan que marzo nos revuelve la sangre, que aguijonean las ganas de vernos para darnos un abrazo y felicitarnos por un año más, aunque ya no volvamos a discutir si fue bajo el naranjo que nos besamos por primera vez o fue en la sala de mi casa. Ya hemos aprendido a vivir con esa duda. Y también con la otra, la de no saber por qué uno hace su vida con alguien más, cuando sabe exactamente donde está la persona marcada para ti.

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